domingo, 16 de septiembre de 2007

Brelín: fin del principio

Qué cosas, vuelvo a estar en el Aeropuerto de Bremen, con mucho tiempo por delante y sin saber qué hacer. Son las tres y cuarto de la mañana. No me he traído ningún libro, ninguna revista, nada. He venido andando desde la estación de tren, una hora de camino, y sólo me apetece sentarme. Pero he descubierto un enchufe en uno de los bares (bares cerrados), así que puedo usar el PC durante un rato. Las opciones son: jugar al Mahjong o al Sudoku por la red de T-Mobile (¿Quién dijo que en la mayoría de aeropuertos había Wi-Fi gratis? ¡2 Euros, 15 minutos! Va a ser que no…); jugar a Volley Ball con dos animales viscosos de color Verde y Rosa; ponerme a mirar fotos y a decir “jo tía, cómo pasa el tiempo”; ponerme a escuchar música a toda pastilla y despertar a medio aeropuerto; hacer una combinación de las anteriores; continuar este potencial post intentando recordar por dónde iba la última vez que escribí...

, como habréis observado he elegido la última opción. Acaban de venir dos señores calvos a preguntarme dónde están las ventanillas para facturar. ¿Vuelan ustedes con Ryanair? No, señor, volamos con KLM, pues vamos a Ámsterdam a las 6 y 10 de la mañana. Lo siento señores, no tengo ni la más remota idea, yo sólo conozco mi bonito Terminal E, con sus sillas de Fisher Price, y con su personal de seguridad que se pone histérico cuando encuentra un cuchillo de 20 centímetros en mi maleta (un comportamiento ejemplar, guardando la calma…). En esta parte del aeropuerto es todo lo contrario: naves espaciales, satélites a escala, objetos cósmicos del espacio sideral chiripitifláutico… Dicen que hay una tienda de la NASA, pero no me apetece dar vueltas por el aeropuerto en busca de una tienda cerrada. En fin, no tienen por qué preocuparse estos señores, acaba de pasar el de Seguridad y les ha aclarado todas sus dudas.

Bueno va, sigamos con la historieta. Era el final finalísimo de septiembre. Ya tenía las llaves de la casita más bonita del mundo. Después de tanto estrés, el tiempo se había detenido de repente. Como dice el dicho, después de la tormenta, viene el Jaume. Y así fue: de la noche a la mañana el tiempo se expandió. Podía usar mi hora diaria de Internet en la biblioteca para mandar e-mails absurdos, contar lo bien que me iba todo por Alemania, y demás cosas útiles. Los papeleos del Erasmus estaban prácticamente acabados. La tarjeta del banco ya había llegado a nuestros buzones, nuestro móvil alemán era muy útil y hacía llamadas muy baratas, los miembros de la “familia Bischofs” nos llevábamos cada vez mejor (¿por suerte o por necesidad?). Definitivamente podíamos estar como en casa. Tanto es así que, aunque casi todos teníamos ya las llaves, nos quedaríamos hasta el último día en la residencia que tanto habíamos criticado: echaríamos mucho de menos esos días, y lo sabíamos. Incluso Cristina, fanática de la limpieza y defensora a ultranza de las bayetas y las fregonas, decidió finalmente pasar sus últimos días de Septiembre con nosotros y con las arañas de la Bischofs. Viajes al IKEA, más cervezas, South Park en alemán, estudiar para los exámenes finales del curso intensivo… Vuelvo al presente: acaba de pasar una señora a unos 5 metros de mí y aún huele todo a la colonia que llevaba puesta.

A lo que iba, que se acababa septiembre, que se acababa la Bischofs… ¿Qué mejor manera de acabar una “etapa” que haciendo un viaje todos (o casi todos) juntos? ¿Y a dónde va a ir un grupo de extranjeros en Alemania, si no es a Berlín? Pues allí que nos fuimos, alquilando un coche entre cinco (Cristina y Jordi tenían ya sus planes alternativos) y empezando a hacer kilómetros. Acabamos las clases, devolvimos las llaves, nos repartimos las cosas de la cocina que Cristina ya no necesitaba en su supercasa (ahí nació el concepto de Herencia Erasmus, que un servidor considera muy interesante), y nos fuimos a Berlín: Salva, Rachel, Sara, César y yo. El hostal, Meininger Strasse, bueno bonito barato y céntrico (BBBC). La habitación era prácticamente sólo para nosotros. Había un chico en una de las camas. Por la noche, cuando dormía, me puse a hablar sobre él y sobre su origen. No había duda: era australiano, aunque su madre era de San Francisco y su padre Neozelandés (o cualquier otra chorrada por el estilo que se me ocurrió decir en ese momento). Pero no, resulta que era de los USA y entendía el spanish, y posiblemente me hubiera escuchado. Tierra, trágame. Espero que, efectivamente, estuviera dormido. Qué bonito es Berlín.

Hmm… Acaban de pasar otra vez los dos señores calvos, uno de ellos lleva ahora una gorra. Se han sentado en unas mesas en el mismo bar cerrado en el que estoy yo: se me acabó el rato de tranquilidad. Van pasando azafatas sin parar. ¿A dónde deben ir? Ah, ya. Debe haber una fiesta piloto en algún lugar del aeropuerto. Estaba con Berlín: César con su afición a los mapas se convirtió en nuestro guía geográfico, y Rachel con su vitalidad sobrehumana se convirtió en nuestra guía espiritual. Coincidió nuestro viaje con el día de la reunificación alemana.

Después de haber visto, al inicio de mi Erasmus, a cientos de hannoverianos saltar sobre globos al ritmo de una música hortera, esto era lo único que me faltaba por ver. Un grupo de cincuentones cerveceros cantando música tradicional alemana. Era muy interesante. Paseamos, bebimos, comimos. En mi afán de “no dejar nada en el plato” extendido a “en el de los demás tampoco” casi me coge un empacho ese día. Suerte que los jardines de enfrente de la puerta de Brandenburgo están muy cuidados, y nuestras chaquetas eran muy versátiles. Siesta machen.

La isla de los museos, el Muro, la Alexander Platz… Todo muy bonito, pero lo que realmente nos conmovió de la ciudad fue el metro de Alexander Platz: sin palabras. Cada vez que se acercaba un metro sonaba música de trompetas, todo muy célebre. Con esa música era ridículo ver entrar un metro en vez de un millar de gladiadores romanos, pero por lo menos te aseguraba un buen rato de risas compulsivas. Por desgracia, en viajes posteriores a Berlín, comprobamos que las señales sonoras para anunciar la llegada del metro eran como las de cualquier metro del mundo. Supusimos, pues, que esa música la habían puesto sólo esos días por la celebración de la unificación: prefiero no pensar que 5 personas tuvimos alucinaciones al mismo tiempo.

Ahora ya sabéis cuándo tenéis que visitar Berlín: ni Love Parade, ni Berlinale, ni Weihnachtmarkts, a Berlín se va para visitar Alexander Platz en metro el día de la Reunificación. Volvimos en tren, aprovechando que era ya fin de semana y que podíamos coger un “Schönes Wochenende Ticket”, que en castellano vendría a ser “Ticket para un fin de semana superchachi”. Ya me he acostumbrado a oírlo, pero no negaré que en el primer momento me causó un trauma bastante considerable. La cosa es que con 30 euros cogíamos todos los trenes de Alemania las 5 personas, es decir que por 6 euros por persona hicimos todo el trayecto Berlín-Hannover. Ay renfecita renfecita, cuánto te falta por andar...

Por la noche estábamos ya de vuelta en Hannover, de vuelta en casita... Pero algo fallaba... ¿Por qué no volvíamos todos a nuestra querida Bischofsholer Damm 85?

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